El Espantado nos guió sabiamente hasta donde estaban guardados los centenarios y fue relativamente fácil sacarlos, solo que no contábamos con un pinche perro que se nos abalanzó, pero el Camello era riata, lo recibió con un patadón marca lloraras que lo proyectó contra una vitrina haciendo un ruidero de los mil demonios. Las luces se encendieron, iluminando nuestro estupor, la adrenalina recorrió todo mi sistema circulatorio, envenenando la sangre que llegaba al corazón, intoxicándolo de tal manera que me sentí capaz de todo, el miedo que sentía me gustaba, me espoleaba, me despertaba, el robar debería ser catalogado deporte extremo.
Afuera vimos al Llorarás tirado en la banqueta, haciéndose el borracho, era su forma de escapar porque su gordura no lo dejaba correr. Oímos a lo lejos el ulular de las patrullas corrí con el alma, invocando a San Dimas, nuestro patrón, a San Juditas, defensor de las causas difíciles y a mi Virgencita de Guadalupe que nunca me ha fallado, pero sobre todo, mentándole la madre a la policía.
Los destellos de colores de las torretas tasajeaban nuestras sombras, iluminando nuestras espaldas con un arcoíris nocturno, que en nada se parecía al del cielo, que era de Dios, sino provocado por la ira del infierno. Doblábamos calles con la velocidad de una motocicleta, nuestros pies eran impulsados por nuestro amor a la libertad y en el caso del Espantado y el mío, espoleados por nuestros diecisiete bien vividos años.
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